Escuché el rugido del motor en la puerta, me esperabas y nos fuimos en cuanto salí...
Era sábado, apenas comenzaba la tarde.
La carretera se abría y serpenteaba ante nosotros, yo podía
sentir la velocidad, el aire que me envolvía y me traspasaba suavemente.
Me sentía etérea, ligera, como si pudiera volar…
Comencé a observar todo cuanto tenía a mi alrededor y tuve
la sensación de que ante mi se abría un mundo mágico.
Estábamos rodeados de
montañas que surgían ante nosotros jalonadas de árboles de multitud de colores,
como si de un tapiz gigante se tratara.
Una inmensa gama de tonalidades verdes, ocres , marrones y
rojizas se mostraban ante mis ojos de un modo que jamás creí haber visto antes,
y poco a poco, un enorme sentimiento de fascinación se apoderaba de mi.
El gris del cielo hacía resaltar aún más el paisaje, lo
tornaba brillante, sutil, como si todo flotara…
Tenía la impresión de formar parte de un cuadro de Monet, de
una composición de trazos coloristas, de pinceladas sistemáticas, irregulares…
Entonces, extendiste tu brazo y, como si
me hubieras leído la mente, señalaste hacia los montes, hacia los valles en los
que convergían sus pendientes, y levantaste el pulgar como un signo de
complicidad.
Me sentí en una armonía sin igual con todo lo que me rodeaba
y respiré profundo, sintiendo el aire que llenaba mis pulmones y las ganas de vivir que corrían por mis venas.
Llegamos a la playa de la Concha.
El mar tenía una tonalidad entre verdosa y turquesa que, de
nuevo, tampoco creía haber visto hasta entonces en el mar Cantábrico.
“Eso es porque está nublado” – me dijiste -
“Hoy el mar le
ha robado el color al cielo” – y sonreíste de un modo encantador.
Nos descalzamos y paseamos por la orilla, el agua estaba
fresca, pero no tanto como era de esperar para un mes de noviembre.
Entre risas y bromas nos salpicamos mutuamente.
Después, extendimos las cazadoras sobre la arena y nos
tumbamos a mirar el cielo, mientras escuchábamos el murmullo del mar, de las
olas rompiendo en la arena…
Comenzamos a imaginar formas en las nubes, a observar el vuelo de
las gaviotas y, de vez en cuando, rompíamos la calma idílica que nos rodeaba con alguna que otra carcajada.
La tarde fue trascurriendo así, plácida y apacible.
La luz
se fue apagando poco a poco y tanto el cielo como el mar se tornaron oscuros.
Entendimos que había llegado el momento de retirarse.
Abandonamos la playa y caminamos por las estrechas callejuelas del corazón de
la ciudad.
No nos iríamos sin antes disfrutar de una deliciosa brocheta
de gamba que tanto nos gustaba.
“Pan del camino” -dijiste-,
y yo sonreí.
Nos acordamos de la última vez que estuvimos
allí, con la pandilla, todos juntos, cómo disfrutamos aquel día….
Ya de vuelta a casa, comenzó a llover.
Las gotas de lluvia impactaban sobre la pantalla de mi casco,
y el mundo parecía comenzar a desdibujarse al otro lado.
Agarrada a tu cintura, reclinándome sobre tu espalda, apenas
acertaba a distinguir en tu cazadora el gracioso logo de ojillos triangulares de Dainese
En aquel momento, tuve la imperiosa necesidad de sentir la lluvia en
la cara, así que levanté la pantalla del casco, miré al cielo y empecé a notar
las frías gotitas de agua clavándose en mi rostro y resbalando sobre mi piel. Me
sentí feliz
Tanto tiempo soñando con el sur, no me había permitido
apreciar la belleza del norte.
Acababa de descubrir el otoño en toda su plenitud, su magia se había
apoderado de mi, y.... fue entonces, cuando dejé de echar de menos a la primavera.