"Moriré una vez y otra, y sabré que es inagotable la vida" (Rabindranath Tagore)

martes, 27 de septiembre de 2022

Atardecer en el Nilo I

El valle del Nilo se preparaba para recibir el abrazo rosáceo del atardecer.

La Tebaida comenzaba a mostrar el tono dorado que resplandece sobre el cielo nítido y azul del largo verano egipcio. La vibrante gama verdosa de los campos cultivados se atenuaba lentamente acariciada por los destellos dorados de los últimos rayos de sol. La brisa densa del verano mecía suavemente los palmerales entre los que serpenteaba el camino que se abría paso ante nosotras. A lomos de una motocicleta, conducida por Hammada, y al más puro estilo egipcio de tres ocupantes sobre ella, nos dirigíamos a disfrutar de la puesta de sol en el desierto, más allá de los confines de la franja fértil.

Tras las risas iniciales, en parte por lo cómico de la situación y en parte por la mezcla del nerviosismo provocado por la “imprudencia” (tres en una moto! ) y de la emoción generada por el maravilloso espectáculo solar que nos esperaba, tomamos posiciones cómodas para disfrutar al máximo del trayecto.

María, en el medio, trataba de guardar el equilibrio mientras se deleitaba retratando los maravillosos paisajes naturales y cotidianos que atravesábamos a nuestro paso. No perdía su bonita sonrisa mientras observaba el entorno para inmortalizar momentos con su don natural de dotar a las escenas capturadas de un halo mágico y especial.
Yo tenía que asirme con las dos manos a la barra posterior que delimitaba el asiento, lo que me imposibilitaba hacer otra cosa que no fuera disfrutar del aire cálido sobre mi cara y sentir que me trasladaba en el tiempo al Egipto faraónico, mientras observaba a las abubillas revolotear sobre los regadíos y clavar sus picos curvos en la tierra mojada. El ave sagrada de los antiguos egipcios, inmortalizada en deliciosas escenas, como la que decora una de las paredes de la tumba de Khnumhotep, resultaba tan evocadora como todo lo que nos comenzaba a rodear conforme nos alejábamos de la modernidad y nos adentrábamos en los poblados más rurales. Carros de madera tirados por pequeños asnos, hombres vestidos con galabiyas de color claro que fumaban en shisha sentados en esteras de caña, mujeres conversando a la puerta de las casas que sonreían a nuestro paso, niños jugando sobre el pavimento de tierra, levantando la mano al vernos y correteando tras la moto mientras gritaban: “Aló, alo!”

Cerré los ojos y por un momento, me dejé llevar mientras todo, hasta mi mente, se empapaba de los tonos anaranjados que precedían al crepúsculo.

Y entonces, mientras el sol se engalanaba para besar el horizonte, deseé quedarme en ese instante para siempre.





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