Apuraba mis últimas horas en
Sevilla…y me sentía como Cenicienta en el baile.
No tenía zapatos de cristal, ni carroza, pero sí el aroma a azahar en el alma, y un billete de autobús de línea que partiría a medianoche hacía un cielo gris ceniza.
No tenía zapatos de cristal, ni carroza, pero sí el aroma a azahar en el alma, y un billete de autobús de línea que partiría a medianoche hacía un cielo gris ceniza.
– No puedo dejar que te marches sin enseñarte un lugar muy especial – me dijiste sonriendo, con cierto halo de tristeza en tu mirada.
Me costaba creer que aún hubiera un rincón en la ciudad más maravilloso que todos los que habíamos visto ya.
Tiraste alegremente de mí y nos sumergimos de nuevo en el corazón de la ciudad, hasta toparnos con la orilla del Guadalquivir.
Caminamos junto al río, al llegar a la Torre del Oro, te detuviste y cogiéndome de la mano, me arrastraste suavemente hacia la escalera de piedra que la rodea.
– ¿Es aquí? – pensé incrédula, mirando a mi alrededor sin acertar a comprender que tenía de especial este lugar…
Te sentaste último peldaño, yo hice lo mismo, y entonces comenzaste a hablar:
– Existe
una antigua leyenda que cuenta que el río se enamoró perdidamente de esta torre
y ante la imposibilidad de poder siquiera tocarla, se conformaba con albergar
cada día su reflejo entre sus aguas…
Tus labios se inundaron de silencio y yo me quedé sin palabras.
Una torre de oro se diluía en un río de plata formado destellos de bronce que flotaban en la aterciopelada brisa de aquella cálida tarde de septiembre.
Entonces me miraste…y te miré…y surgió la magia.
El mundo se desvaneció a nuestro alrededor y sólo nos quedamos tú y yo, sentados en aquel escalón de piedra, junto a la torre de oro y al río de plata.