Eva se asomó a la ventana, por donde el sol de finales de febrero entraba tímidamente.
Entonces sucedió algo que iluminó su rostro.
Estaba allí, delante de ella…era una pequeña flor rosa que había brotado del almendro.
Esa florecilla significaba tantas cosas, aunaba tantos sentimientos encontrados, contenía tantas emociones, y albergaba tanta esperanza, que se convirtió por un momento en el centro de el universo para ella.
Atrás quedaban los días oscuros cuando, pese a estar en los albores de la primavera, un invierno repentino y glaciar lo cubrió todo y marchitó las flores del almendro.
Atrás quedaban los días de la enfermedad, del tratamiento, del dolor, los duros días en los que lo único que tenía era una ventana, por la que soñaba con escapar, escapar de todo aquello y volar lejos, muy lejos...
Atrás quedaban los días en los que, cuando las fuerzas se lo permitían, se levantaba de la cama y se asomaba al mundo por aquella ventana, porque no podía hacerlo de otro modo.
Pero allí no había nada, nada más que un almendro, raquítico, desolado, despoblado de hojas y cubierto de unas cuantas míseras ramas endebles.
Estaba allí, siempre frente a su ventana.
Estaba allí, siempre frente a su ventana.
Atrás quedaban los días en los que lo observaba y se sentía reconfortada de que siguiera ahí, quieto, bajo la lluvia de abril, bajo el ardiente sol de julio, bajo las nubes de septiembre, bajo las nieblas de noviembre y las nieves de diciembre.
Eva sentía que cada día era un regalo para ambos, pero poco a poco fue comprendiendo que el árbol no estaba enfermo, que resistía firme pese a aquella primavera devastadora que lo había privado de sus flores apenas florecido.
Y fue entonces, cuando dejó de soñar con escapar, con volar lejos, y fue entonces…cuando soñó con volver a ver de nuevo florecer al almendro, a su almendro.
Y fue entonces, cuando dejó de soñar con escapar, con volar lejos, y fue entonces…cuando soñó con volver a ver de nuevo florecer al almendro, a su almendro.