"Moriré una vez y otra, y sabré que es inagotable la vida" (Rabindranath Tagore)

lunes, 30 de mayo de 2011

Candela

Mayo 1938

Tenía todo el cuerpo dolorido, era un dolor profundo, que me llegaba hasta los huesos y cada poco tiempo, de una manera casi rítmica, unos espasmos lo acentuaban más, volviéndolo insoportable por unos segundos.
Un brazo apenas podía moverlo.
Trataba de recordar...
El primer golpe lo sentí con toda su brutalidad, y el segundo también. 
A partir de ahí, fue como un extraño sueño, me envolvió una nebulosa y apenas sabía donde estaba.
Estaba muy aturdida, tan pronto sentía el frescor del suelo helado sobre mi rostro, como el calor de un reguero que, en mi confusión, supuse que era sangre.
Todo daba vueltas, me zarandeaban, me arrastraban, me incorporaban y al suelo otra vez.
Estaba dentro de un torbellino incontrolable que me absorbía cada vez más y contra el que no tenía ni un atisbo de fuerza.
De repente silencio, los pasos se alejaban y yo permanecía allí, tumbada en el suelo, sospechando que lo peor aún estaba por llegar, las heridas que laceran el alma son incurables...

Me incorporé con mucha dificultad y me acurruque en un rincón de aquel lugar lúgubre y húmedo. De vez en cuando alguna rata cruzaba en la oscuridad de un lado a otro.
Debería estar aterrorizada, en su día me daban pánico las ratas, pero ahora no, él me enseñó a no tener miedo, “el miedo nos paraliza, nos destruye, nos esclaviza….”
Trataba de recordar sus palabras, los momentos a su lado….cuando de repente, se abrió la puerta.

Pude distinguir a dos hombres y una mujer entre las sombras. Uno de los hombres me agarró del pelo con fuerza y me arrastró por el suelo hasta la puerta mientras me insultaba.
La mujer le recriminó, entonces ordenaron que me pusiera de pie, apenas podía andar.
Me llevaron hasta una habitación, me sentaron en una silla y la mujer cogió unas tijeras.
Entonces supe lo que iba a ocurrir, ya lo había oído antes a las gentes del pueblo, pero nunca pensé que pudiera ser cierto.
Desee gritar, salir corriendo y no parar nunca de correr, pero no podía...

La mujer cogió un mechón de mi pelo, mi pelo…era rubio, largo... Mi pelo, cómo me gustaba, lo peinaba todas las noches desde que era una niña.
Siempre lo había llevado largo, y no lo imaginaba de otro modo. Formaba parte de mi personalidad, era un rasgo más que conformaba mi apariencia, que me ayudaba a mostrarme como realmente quería ser percibida.
Oí el chasquido de las tijeras y sentí frío, mucho frío. Vi caer el primer mechón, inerte y resignado.
Las lágrimas rodaban por mis mejillas, de mi boca no salían las palabras, pero yo me repetía una y otra vez que no había hecho nada. Nunca había hecho mal a nadie. ¿Cuál era mi culpa entonces? Amar a un hombre que ni siquiera era un soldado, que su única arma era su pluma y de ella salían palabras de amor, de libertad, de justicia, de sueños…de nuestros sueños.

A Edward se lo llevaron una noche y al día siguiente vinieron a por mi, desde entonces todo siguió un ritmo tan vertiginoso que ni siquiera podía pararme a pensar con claridad.
Ahora con cada jirón de pelo que caía, venía a mi mente un recuerdo, como si mi pelo fuera el guardián de mi memoria y ahora lentamente dejara escapar sus secretos.
Una tarde de sol, un paseo por la pradera, una noche mirando las estrellas, un café a media tarde, correr bajo la lluvia, una sonrisa, hablar junto a la chimenea, tratando de cambiar el mundo…poco a poco se sucedían en mi mente aquellas pequeñas cosas, tantos momentos que en su día fueron cotidianos y ahora se presentaban ante mi como una ensoñación, como la felicidad más plena.

Uno de los mechones cayó en mi regazo, tan cerca de mis dedos que pude cogerlo rápidamente, sin que se dieran cuenta. Y me aferré a él tan fuerte que me dolía la mano, entumecida ya de los golpes previos.
Lo sentía entre mis dedos como una soga que me permitía escalar aquellos muros, escapar y recuperar mi vida. Recuperarme a mi misma, al yo más absoluto que tanto añoraba y dejar atrás aquella degradación, aquella pesadilla que me arrancaba las raíces más profundas de mi alma.

Trataba de cobijarme en la razón, de no quedarme en la superficialidad de las cosas. Aún tenía la vida, y si lograba sobrevivir a aquella barbarie, mi pelo volvería a crecer.
Pero por más que trataba de convencerme, no podía explicar el por qué sentía que me estaban arrancando con cada mechón que caía al suelo, un trozo de mi alma.
El dolor era tan insoportable, que traté de mitigarlo con la imaginación.
Y entonces, lo que hasta ahora eran unas tijeras oxidadas, se convirtieron en sus manos, las manos de Edward en mi pelo, y sentí los dedos del sol acariciando. Su voz me susurraba al oído: “Candela, niña Candela, que no logren apagar tu luz”

Encontré valor para mirar al suelo, mi melena se esparcía por todas partes, como los cuerpos de los caídos en los campos de batalla.
A continuación me pasaron la navaja por la cabeza y por la cejas.
Ya nada importaba, mi cuerpo seguía allí, pero mi espíritu se escapaba y volaba sobre las calles, sobre los campos, sobre los mejores momentos vividos.
Y se marchaba lejos, muy lejos de todo aquello, del horror, del dolor, de un cuerpo vapuleado, hacia un horizonte infinito que ya nadie podría arrebatarme.

Cuando terminaron sus macabras labores de barbero, me sacaron a empujones de allí, hasta una puerta que daba a la calle. Me subieron a un carro y me pasearon por el pueblo.
Se me habría partido el corazón y roto el alma de no ser porque ya sólo era un cuerpo, una cáscara hueca incapaz de sentir humillación alguna.

Han pasado los años, muchos años, pero todas las noches, a la hora de acostarme, sigo subiendo a ese monte, a ese penal, y me adentro en la oscuridad para buscar a Edward y recoger juntos los pedazos de mi alma masacrada.